domingo, 19 de febrero de 2017

LAS COSAS EN SU LUGAR

LAS COSAS EN SU LUGAR

Mientras pone en el freezer las pechugas que no va a usar para la cena, Beto trata de imaginar su vida sin ella para siempre. Hacía sólo unas horas pensaba exactamente en lo contrario. Se sentía exultante. Había planeado cada detalle para esta noche: la comida, el vino, la música. 
Los Bee Gees siguen sonando en el living como si nada hubiera pasado. Hace sólo unos minutos ella lo llamó por teléfono para poner las cosas en su lugar. Así lo había dicho: poner las cosas en su lugar.   
Habían crecido en la misma cuadra y Beto estaba enamorado de ella desde antes de saber qué era estar enamorado. Desde cuando ella pasaba con la madre que la llevaba a la escuela, desde cuando andaba en bicicleta con la prima por la vereda, desde los primeros asaltos en el patio de su casa y, él, que era un as para bailar el rock, le enseñó a bailarlo.  
Duda entre abrir el vino ahora o guardarlo para una próxima ocasión. Sabe enseguida que tardará mucho en aparecer otra ocasión que lo merezca. Saca una de las dos copas que recién había guardado. Se sienta en la mesa y lo abre. En la casa vacía, siente una tristeza igual a la de los quince años cuando de un día para otro lo llevaron a vivir a Chivilcoy. El trabajo de su padre lo arrancó de su cuadra, de sus amigos, de ella. De ella que era la más linda, la que había aprendido a bailar el rock y Beto la imaginaba bailándolo con todos, mientras él se moría de tristeza a ciento sesenta y cuatro kilómetros de Buenos Aires. 
Y a partir de ahí, siempre la distancia. Como en las películas policiales en las que el detective llega un minuto después de la partida del asesino. Cuando volvió al barrio, se habían mudado. Cuando consiguió la nueva dirección, ella se había ido a estudiar a Alemania. A sus veinticinco, Alemania era tan lejos como Chivilcoy a sus quince.    
Y hace un rato, ella arrancó la conversación en el teléfono, diciéndole: Beto, estoy muy feliz de haberte encontrado. Y Beto elige eso y borra todo lo demás. Como si pudiera borrarlo. Como trató de borrarla siempre y ella que volvía a su mente en cada momento de la vida, hasta poco antes del verano, cuando se empezó a hablar del facebook. Todo el mundo se estaba reencontrando con primos lejanos, con amigos de la infancia, con compañeros de colegio. Él también encontraría a su amor de siempre.  
Al primero que ubicó fue a Tony, que vivía en Mar del Plata. Allá se fue un fin de semana a visitarlo y Tony, qué loco, qué sorpresa y juntos, de a poco, consiguieron armar una cena con los chicos y las chicas de la infancia.
Y ahí estaba, la que ahora quiere ordenar las cosas. La más linda de todas, viviendo en Buenos Aires,  recién separada, con una hija adolescente. Y mientras los demás se abrazaban, se reconocían y recordaban, Beto se pegó a ella durante toda la noche. Hubo varios brindis en su honor, porque, aunque no todos recordaban a Beto, fue él el que logró juntarlos. Al despedirse, se dieron los teléfonos y arreglaron un próximo encuentro. A todos les pareció muy pronto en quince días como propuso Beto, pero la emoción adolescente que sentían los llevó a aceptar. Hubo tres reuniones más en las que cada vez eran menos, hasta esta noche que se reunirían en su casa y la única que había aceptado ir era ella.
Beto piensa cuál es su culpa de que los demás no pudieran ir hoy a su casa. Y quién carajo se lo dijo, si el que organizaba todo era él. Y por qué ella acaba de decirle que es un tramposo. Tramposo y estúpido como siempre. Y un pesado, porque también le dijo que era un pesado y que nunca, que jamás en su vida se había vuelto a acordar de que en la cuadra de su casa vivía un tal Beto, hasta que apareció con el cuentito de la reunión de amigos, para finalmente no dejarla hablar con nadie. Que ella, por educación, había escuchado en cada encuentro las tristes y pelotudas historias de su pelotuda vida. Y que se olvidara de ella para siempre. Y después cortó.
Entonces, Beto se sirve otra copa de vino, tratando de imaginar cómo será su vida sin ella para siempre.