OTRAS FORMAS DE VIVIR
¿En qué momento se jodió el Perú?
La pregunta salta en su cabeza, aunque él no es peruano y siente el calor de la playa brasileña dónde leyó el libro que contiene esa frase. Cuando su vida era sólo Sandra y arena, libros, fotos y camarones. Dejar la vida de siempre en Buenos Aires para vivir en Brasil. Leven anclas. Hay otras formas de vivir.
Quizás la pregunta que deba hacerse sea otra, pero la palabra deber ha salido de su vida y no le permitirá regresar hoy. Ya debió. Debió honrar padre y madre, debió estudiar, debió tener hijos y trabajar de lo que estudió. Sabe que la pregunta no es en qué momento él se enfermó, si no por qué no se atendió hace unos meses cuando la tos se hizo permanente entre el dolor de espalda y el desgano físico de cada día.
Radiografías, análisis y resonancias. Todos los estudios de él ya cargados en la bolsa que Sandra sostiene sentada a su lado para entregársela al médico en unos minutos, cuando salga el otro paciente y desde atrás de la puerta semiabierta el médico diga su apellido y ellos entren a escuchar el diagnóstico. ¿Diagnóstico o sentencia? Aunque él no miró los estudios (y está seguro de que ella sí) no le cuesta imaginar que será sentencia, pocos cabos hay que atar para saberlo.
Entonces prefiere mirarle los rulos, esos rulos que Sandra lleva como una hippie setentosa, que caen sobre su cuerpo delgado y que la vuelven una eterna adolescente a pesar de su edad. Ella le sonríe y se acomoda el pelo con la mano todavía dorada por el sol de Brasil que desentona tanto con el frío que hace en Buenos Aires y con el gris aséptico del ambiente médico. Ni siquiera hace un mes que volvieron. Unos días, Raúl, prefiero que te atiendan en Buenos Aires. Cuando estés bien nos volvemos.
Raúl elige pensar en volver y en seguir con la vida que descubrió cuando creía que sólo le quedaba esperar la jubilación y de pura casualidad, como suele suceder, se cruzó con Sandra y, de la mano, se fueron a vivir al paraíso, olvidándose de los planos de la arquitectura de toda la vida y del fastidio soportable de un matrimonio añejo para ocuparse de sacar fotos, leer y vivir cerca del mar. Hay otras formas de vivir. No se cansaba de decírselo a sus amigos porteños cada vez que podía, a la que casi todos contestaban con la misma pregunta: ¿a esta edad?
Piensa en el exceso de equipaje que pagará en la vuelta y en lo pronto que se olvidará del recargo cuando pueda tirarse en la playa con cada libro de los que va a llevarse esta vez, en cómo fue tan tonto de olvidarse el que estaba leyendo en la mesa de luz y en las ganas que tiene de terminarlo.
Se abre la puerta del consultorio y Sandra se acomoda para pararse pero el médico no dice su apellido sino el de una mujer que está sentada un poco más allá. Entonces Raúl cree que es mejor que falte un poco más de tiempo para oír lo que no quiere saber. Porque no quiere saber qué respuestas hay en los estudios de la bolsa. Imagina una vez más las palabras en la consulta: rayos, quimioterapia, cirugía. También piensa en la palabra tumor, en sus diversas posibles ubicaciones que lo harán más o menos factible de ser extirpado. Imagina lo largas que serán las noches en el colchón del hospital, el suero, tal vez una sonda. En que quizás no vuelva a estar en el calor porque no pueda ya volver a Brasil ni vivir tantos meses hasta llegar al verano porteño. Como tampoco podrá volver a Mallorca a visitar a su hijo Alejandro. Ni a revelar las fotos en su cuarto oscuro brasileño, dónde las horas corren con mayor velocidad que en la luz mientras sumerge las películas en las cubetas de ácidos, una y otra vez. Como una y otra vez imaginó las palabras del médico diciéndole que sí, que es el final, matándolo de a poquito cada vez en su fantasía de las últimas semanas. Recuerda el cuento del milagro de Borges en el que el protagonista puede pedirle un tiempo extra de vida a un dios, para terminar su obra inconclusa y el tiempo se detiene en el libro, como si pudiera detenerse acá mismo, ahora mismo para volver a aquellos sueños que ya no ocurrirán.
Ahora sí la puerta se abre y el apellido que dice es el de él, aunque mal pronunciado como suele sucederle desde los años escolares.
Impecable el señor doctor, que con cara y voz de doctor mira rápidamente los estudios de la bolsa que Sandra le entrega. Raúl mira la cara del médico, percibe que tendrán la misma edad y tiene muchas ganas de decirle que hay otras formas de vivir. Con gesto de doctor apoya los estudios sobre el escritorio, Raúl se siente increíblemente lejos, mira el reloj y piensa que a esa hora en su pueblo brasileño estarán entrando las lanchas de los pescadores al puerto y hasta puede ver que traen los rostros contentos que suelen traer cuando tuvieron una buena cosecha. Piensa en la carne blanca del pescado abriéndose en un delicioso bocado, en la carne gris de los camarones que se vuelve rosada al cocinarla y escucha un lo siento, amigo y el médico da más explicaciones a Sandra que lo escucha con los ojos húmedos y pregunta ¿nada? Ellos conversan un poco más. Él mira cómo gesticula la boca de Sandra. Alguno de los dos dice seis semanas. El médico se para y extiende la mano a cada uno.
Mientras van saliendo Sandra le aprieta el brazo con fuerza y Raúl mira esa mano dorada que tanto le gusta y siente la tibieza de sus propias lágrimas que empiezan a rodar.
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