sábado, 22 de abril de 2017

               

                                                      CONTINUIDAD

Desde aquella tarde odiaste a Cortázar y con nunca más abrir sus libros creíste que sería suficiente para anular aquello que en realidad no pasó. Esos libros que, aún hoy, siguen ocupando la biblioteca. El de Relatos, amarillento y con sus tapas duras mal pegadas, junto con los que fuiste comprando con el tiempo y con las obras completas que los incluye a todos y que él te regaló para algún cumpleaños o aniversario. Sin embargo ahora que estás por ir a ducharte y ves sin mirar esos libros en los estantes, la escena vuelve a vos y te preguntás cómo lograste que no volviera en tanto tiempo.
Era un domingo y a la tarde. En las casas vecinas iba terminando el revuelo de las visitas familiares. Las puertas de las casas, las puertas de los autos y los motores que empezaban a irse, saludos en la vereda que daban fin al olor a asado del mediodía, al gritar de chicos en los jardines. Oías todo desde el silencio de tu casa, de esa familia de dos como habían decidido en el principio de los tiempos: ni libreta, ni hijos, ni perros. No había sido tu idea pero acordaste con sinceridad y quizás con tu pereza al imaginar un futuro sin nadie a quien atender (aunque  veías un futuro confortable y abstracto pero abierto). Familia de dos con sus secuencias de hábitos asegurando la paz del hogar. 
Mientras se apagaron los ruidos de afuera, cerraste el libro que, con la última luz del día, terminabas de leer. La casa fue quedando a oscuras, sólo en el comedor, un fulgor celeste de la pantalla de su computadora. Te quedaste en la cocina acomodando algunas cosas: estiraste con la mano un repasador, guardaste dos tazas, dos platos, dos cucharas y supiste que ya estabas en aquel futuro que no era abstracto ni abierto. En el cajón de los cubiertos te llamó la atención el resplandor de la cuchilla. La habías hecho afilar en esos días. La veta del mango de madera, la curva del filo y la delgadez del acero que con tanta suavidad se desliza por la carne y por el pescado. Atraída por la luz celeste como una mosca, fuiste silenciosa con la cuchilla hacia su espalda. El resplandor azulado se reflejó en el acero como un pequeño relámpago que llamó su atención. Él apenas giró la cabeza y te preguntó qué pasaba y si ya querías cenar. Con la cuchilla y el corazón en las manos le dijiste que no, que faltaba para las nueve y que te ibas a duchar.  
El agua barrió tu desazón y tu incredulidad. Habías hecho algo con el pensamiento, aunque también fue sin pensar. Ya bajo el toallón clausuraste el asunto y algunas ilusiones que aún te quedaban. Pensaste en el cuento que habías terminado de leer: Continuidad de los parques. Y te juraste que nunca más leerías a Cortázar.

Nunca supiste si él entendió lo que había pasado en tu mente. Te conformaste con que no mencionara jamás el tema. Por eso ahora que ves los libros que te recuerdan la escena, te apurás a meterlos en una bolsa porque en un rato pasa el basurero y además son casi las nueve que es la hora de cenar.

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